miércoles, 5 de marzo de 2008

LA RENGUITA

A menudo la veo pasar por enfrente de casa a eso de las dos y treinta y cinco de la tarde, plena siesta.Llueva, truene, se desplome sobre el cemento de mi pueblo chico la impredecible nieve del 9 de julio pasado o se derritan uno a uno los plátanos de la vereda por el calor agobiante del enero más bravo.

Tranco quebrado, no demasiado lento. Irregular. Con la irregularidad típica de quien está meneando su figura entre las mil baldosas flojas de una vereda anómala o como aquel que pretende desfilar ante sus pares en la tierra arada, con un pie sobre el surco y otro en la cresta. Así es la renguita, la solterona. Así es su vida, así es la tenue imagen que todos en el barrio supimos edificar desde siempre, con los poquísimos datos que teníamos de ella, mas allá de saber casi exclusivamente que entre sus manos de fina traza va blandiendo a veces una escoba deforme y otras el lampazo astillado que va a pasar con denuedo por la vereda acartonada del abogado Soria. Es una de esas personas con las que uno nunca termina de descifrar edades y otros datos similares. Avejentada quizás, pero pequeña, menuda y suave como una versión mas que humana del Platero de Jiménez.

Cuentan las viejas del barrio que tuvo vida de calvario .Que hubo un padre alcohólico e irascible corriendo sin tapujos a cuanto macho pueblerino tuviera la pálida idea de acercarse a su casa, Que hubo una madre que eligió a ella en la mas tierna infancia, y por su condición de cuasi inválida, para que la acompañara en sus últimos días. Aunque no fueron últimos, ni días, ni meses ni siquiera años. Dicha compañía se tradujo en lustros primero y en décadas luego. Cuentan las viejas todo aquello cuya superficialidad salta a la vista, pero omiten decir que, esperando al amor que nunca llega, la despierta por las noches el viento arrebolado golpeando los postigos. Que entre ensoñaciones e insomnios recurrentes siente cómo se hace larga y ancha la cama, tanto que puede notar el frío de las sábanas mientras con los ojos medio cerrados busca y rebusca otra mano ansiosa sin encontrar nada más que vacío. Como ayer, como mañana, como siempre.

Jamás dirán las viejas que su soledad es el amante fiel, el que conoce su cuerpo pliegue a pliegue, palmo a palmo. Que escuchará con suerte el ronroneo de un gato capón y viejo durmiendo en sus rodillas en las más largas noches del invierno mas crudo. Que una vieja novela de amor de los años sesenta yace tendida encima de la mesa de luz mientras un vaso de agua incolora, inodora e insípida tambalea semivacío cuando se levanta en madrugada destilando desesperanza, dejando fluir desgano, vomitando tedio. Que un espejo amarillento, resquebrajado como sus sueños incumplidos le dirá: Te estás poniendo vieja. Se te notan los años. Que tan lejanas están las ilusiones que labraste de joven... Cómo se arruga la piel, cómo van hundiéndose los ojos...

Lo que no se animan a definir las viejas del barrio es el tamaño de la mochila de penas que debe arrastrar cada día, a las dos y treinta y cinco de la tarde, cuando pone proa al este y enfila con su tranco cansino a limpiar las heces del abogado Soria, con quien en otro tiempo supo hacerse la estrecha. Pero de eso hace tanto que ya ni lo recuerda. Que siempre tiene un plato, un poco de comida y una sidrita al fresco cuando llegan las fiestas. Que sabe que no espera los favores de nadie si un buen día se cae decadente y enferma. Que no tiene más hijos que los crueles mocosos de sus viejos vecinos que renguean detrás suyo dibujando sonrisas, regurgitando sorna. Que entre bronca y más bronca siempre se las ingenia para decir estoy bien. Y riendo de costado, con la histeria mas lógica, bufando resignada, masculla un no doy mas, y sigue trabajando.

Que el ocho de diciembre les llevará a los pibes, frente a la comunión, par de chocolatines y caramelos duros, cierta lágrima tibia y el billete rugoso que le cambió el vecino. Y dentro de la iglesia copiará exactamente lo mismo que hace el cura. El domingo a las once, el sábado a las siete. Rezar y persignarse, arrodillarse a medias. Jamás dirán las vieja metiches de mi barrio que un día se ha de morir como todo mortal. Que no será una gripe ni un resfrío mal curado. Que habrá pagado el nicho, el servicio, los salmos, el responso, las misas de todos los difuntos, hasta alguna corona que ha de reivindicarla. Y la hoja de afeitar con que hará sin premura el último trabajo, en la humedad del baño.

Son cosas que a menudo la gente ha de borrar, como omiten decir las viejas de mi barrio que entre crespones negros y calas trasnochadas una triste migaja de conocidos y gracias: el juez, el bolichero, el que vende verdura, el barredor de calles y el abogado Soria han de decir lacónicos "se murió la renguita". Y con la inmediatez de lo que arrastra el viento sobre una exigua lápida de mármol de segunda la cubrirá el olvido.El olvido mas rancio.
Autor:
Gerardo Acosta
elpingolfio@hotmail.com

Para quienes no lo recuerden, con el señor Gerardo Acosta, compartimos vivencias pueblerinas, gustos musicales, actividades artísticas, esclavitud laboral; habitamos a tan solo 700 mts de distancia, pero solo nos comunicamos vía email. Lo único que nos diferencia bastante, es su cualidad de excelente escritor de cuentos; en contraposición a mi calidad de aficionado demasiado corajudo.